Me acerqué un paso. Sólo un paso y él dejó caer la pelota. Pude ver las pequeñas gotas de sudor que le escurrían por el rostro. Avancé otro paso y el corrió. Casi suelto la carcajada ahí mismo, pero no lo hice, mantuve mi expresión impenetrable.
Lo vi alejarse y cuando dobló la esquina me di la vuelta. Con zancadas rápidas y precisas caminé de regreso a mi casa.
Algunas personas me observaban. Sentí el fuego de sus miradas en mi espalda, su presencia apenas disimulada detrás de una cortina o un poste, sus ojos fijos en mí, el fruncimiento de su ceño, la acusación de su mirada… todo lo sentía.
La acera estaba sucia…
Busqué….
Busqué… y lo vi.
Me acerqué a la acera y tomé el envase de refresco. Estaba sucio y lleno de lodo. Lo guardé en las bolsas de mi chamarra y seguí caminando. Después tomé también una bolsa de papas llena de salsa y un envase de vidrio, todavía con un poco de líquido ambarino en su interior. Lo observé y metí el envase en mi bolsillo. Luego el líquido se derramó dentro y manchó mi ropa. No me importó.
La tarde ya estaba avanzada. El sol se iba perdiendo en el cielo de tonos rojos y la oscuridad estaba próxima a invadirlo todo. No apresuré el paso. No quería volver a mi prisión.
Cogí una piedra. Era perfecta. Dura, dura, dura…
La hice rodar en mis palmas, feliz de sentir el frío contra mi piel.
Un vidrio me deslumbró, la poca luz que había se reflejaba de forma insistente y mis ojos me ardían.
Me detuve justo debajo. Sentí como una sonrisa perversa afloraba en mi rostro… miré hacía ambos lados de la calle… los curiosos se habían esfumado…
Apreté la piedra con fuerza entre mis dedos y flexioné cada músculo. Luego hice retroceder el brazo para cobrar energía… y la lancé.
Se estrelló contra el vidrio y los cristales se rompieron. Una avalancha de fragmentos empezó a caer. Me hice para atrás y luego, cuando hubieron terminado de caer, me alejé a paso firme. Sin hacer caso de los gritos de la dueña de la casa.
Sólo faltaban ya un par de cuadras. Nada más. Los gritos de la señora habían desaparecido un par de casas atrás… lo de menos. Ella sabía donde vivía, después les reclamaría a mis padres… a mí que me importaba, que se arreglaran ellos.
Caminé y caminé… sentía ganas de cantar… casi incontenibles. Hice una mueca… el maldito cesto seguía allí… al parecer nunca lo olvidarían…
Me paré enfrente de la casa, indeciso de si sacarla o esconderla en mi habitación… vana esperanza, sabía que se darían cuenta, siempre me revisaban los bolsillos, ¡malditos!
Lentamente, lo más lento que podía, fui sacando las cosas, una a una, y arrojándolas en el cesto. Allí había más tesoros, vi un trozo de la bolsa de desperdicios que había agarrado el día anterior, eso fue todo un logro, una bolsa verde llena de basura y comida pasada… ¡vaya que tuve suerte!
Cuando terminé de vaciar los bolsillos abría la verja y entré al jardín.
Mi madre me espiaba por la ventana… siempre me espiaba, igual que los vecinos, que mi padre, que mis hermanos… todos me espiaban…
La miré fijamente y vi como el miedo se reflejaba en sus pupilas, se apartó de la ventana…
Entré a la casa. La detestaba… era pequeña y cuadrada, además no me dejaban comer todo lo que necesitaba, había puesto una reja alrededor del refrigerador y yo no podía comer. Ya lo había intentado, había tomado el hacha de mi padre y había golpeado la estúpida verja… pero no sirvió de nada. Sólo se hundió por un lado y no la pude abrir.
Ellos no me dijeron nada, pero cuando busqué otra vez el hacha, había desaparecido, junto con las demás herramientas de mi padre.
[Continuará]
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