Este cuento es, con mucho, el más corto que he escrito...
La piedra, muda y callada, estaba allí. Frente a mí, sólo a un par de pasos.
Levanté el pie derecho. Surcó el aire y después se posó con firmeza en el suelo.
El sudor me resbalaba por el rostro. Sentía las pequeñas gotas deslizarse por mi sien y llegar a mi mejilla, hasta desaparecer en el entramado plano de mi cuerpo.
Esperé. No podía avanzar tan rápido. No era conveniente.
Los minutos pasaban… mi corazón no dejaba de bombear sangre a mil por hora. La vena de mi frente palpitaba con fuerza. Temí caer desmayado.
Esto no podía estar pasando, no era lógico.
Miré en derredor, esperando ver algo que me librase de la angustia que no dejaba de difundirse por todas las venas y arterias de mi cuerpo.
Nada. Nada me podía salvar del tormento.
Levanté el pie izquierdo. Completé el paso.
La piedra seguí allí, tan pétrea y perfecta como siempre. Incólume a los años y al tiempo, a la vejez.
Limpié el sudor que me escurría por el labio superior. Todo mi cuerpo me ardía, llameaba, un ácido me corroía las entrañas.
Entrecerré los ojos, no podía perder de vista ni un instante a la piedra.
Un musgo descolorido la rodeaba, pero aún así ella podía intentar escapar.
Sólo un paso más, sólo uno y sería mía, pensé.
Alcé nuevamente el pie derecho, todo mi cuerpo estaba en tensión esperando completar el movimiento… pero no lo deje, mi quede con el pie derecho en el aire. Había visto que la piedra intentaba retroceder. Quizás ya se había percatado de mi presencia.
La respiración se me aceleró. Un mareo recorrió mi cuerpo. Tenía que aguantar.
Completé el movimiento y mi pie descendió hasta tocar el piso. Una nube de polvo se despegó del suelo y rodeó mi pie desnudo, sentía las coquillas de la arena en la planta del pie.
Estaba tan cerca que mi dedo gordo casi tocaba la superficie de la piedra.
Era el momento, tenía que dar el todo por el todo, arriesgarme.
Despegué mi pie izquierdo del suelo, lo alcé unos milímetros, luego el movimiento cobró fuerza. Mi corazón deliraba de gozo, por fin lo lograría.
Una mano se posó en mi hombro derecho. Me apretaba la piel, me lastimaba.
-¡No puede ser Iván!, ¿otra vez afuera?... ¿cuándo entenderás?
No respondí, no podía… la piedra se había esfumado.
Las lágrimas comenzaron a dejar estelas de humedad por mis mejillas. No podía contenerlas, empañaban mi visión… ¡había estado tan cerca!
-Tendré que castigarte, sabes que no debes salir tan noche… no sé porque lo haces
Me sentía tan triste… tan infeliz… todo era culpa de esa maldita enfermera de mierda… ¡cómo la odiaba!
Me volví, con los ojos llameantes, febriles, deseando atacarla.
Un grito intentó abrirse paso por los tendones de mi garganta. Pero lo contuve.
Apreté los puños. Los uñas lastimaba mi piel.
Me volví… una luz plateada y sobrenatural iluminaba su semblante. Desee tocarlo, meterme en la profundidad obtusa y mágica de su rostro.
Rodeó mis hombros con su brazo y me condujo adentro.
Mis pasos eran lentos e inseguros, pero ella no parecía percatarse de ello. Seguimos caminando hasta que llegamos al edificio de paredes blancas. La furia que sentía se esfumó, sustituida por la invariable tristeza de no haber podido tocar la piedra
Entramos, los pasillos estaban desiertos. Mis pies sentían ahora el frío del piso.
Doblamos un par de recodos y ella se detuvo frente a una puerta gris y de metal.
-Tres días de reclusión… haber si así aprendes a no salirte por las noches
Levanté el pie derecho. Surcó el aire y después se posó con firmeza en el suelo.
El sudor me resbalaba por el rostro. Sentía las pequeñas gotas deslizarse por mi sien y llegar a mi mejilla, hasta desaparecer en el entramado plano de mi cuerpo.
Esperé. No podía avanzar tan rápido. No era conveniente.
Los minutos pasaban… mi corazón no dejaba de bombear sangre a mil por hora. La vena de mi frente palpitaba con fuerza. Temí caer desmayado.
Esto no podía estar pasando, no era lógico.
Miré en derredor, esperando ver algo que me librase de la angustia que no dejaba de difundirse por todas las venas y arterias de mi cuerpo.
Nada. Nada me podía salvar del tormento.
Levanté el pie izquierdo. Completé el paso.
La piedra seguí allí, tan pétrea y perfecta como siempre. Incólume a los años y al tiempo, a la vejez.
Limpié el sudor que me escurría por el labio superior. Todo mi cuerpo me ardía, llameaba, un ácido me corroía las entrañas.
Entrecerré los ojos, no podía perder de vista ni un instante a la piedra.
Un musgo descolorido la rodeaba, pero aún así ella podía intentar escapar.
Sólo un paso más, sólo uno y sería mía, pensé.
Alcé nuevamente el pie derecho, todo mi cuerpo estaba en tensión esperando completar el movimiento… pero no lo deje, mi quede con el pie derecho en el aire. Había visto que la piedra intentaba retroceder. Quizás ya se había percatado de mi presencia.
La respiración se me aceleró. Un mareo recorrió mi cuerpo. Tenía que aguantar.
Completé el movimiento y mi pie descendió hasta tocar el piso. Una nube de polvo se despegó del suelo y rodeó mi pie desnudo, sentía las coquillas de la arena en la planta del pie.
Estaba tan cerca que mi dedo gordo casi tocaba la superficie de la piedra.
Era el momento, tenía que dar el todo por el todo, arriesgarme.
Despegué mi pie izquierdo del suelo, lo alcé unos milímetros, luego el movimiento cobró fuerza. Mi corazón deliraba de gozo, por fin lo lograría.
Una mano se posó en mi hombro derecho. Me apretaba la piel, me lastimaba.
-¡No puede ser Iván!, ¿otra vez afuera?... ¿cuándo entenderás?
No respondí, no podía… la piedra se había esfumado.
Las lágrimas comenzaron a dejar estelas de humedad por mis mejillas. No podía contenerlas, empañaban mi visión… ¡había estado tan cerca!
-Tendré que castigarte, sabes que no debes salir tan noche… no sé porque lo haces
Me sentía tan triste… tan infeliz… todo era culpa de esa maldita enfermera de mierda… ¡cómo la odiaba!
Me volví, con los ojos llameantes, febriles, deseando atacarla.
Un grito intentó abrirse paso por los tendones de mi garganta. Pero lo contuve.
Apreté los puños. Los uñas lastimaba mi piel.
Me volví… una luz plateada y sobrenatural iluminaba su semblante. Desee tocarlo, meterme en la profundidad obtusa y mágica de su rostro.
Rodeó mis hombros con su brazo y me condujo adentro.
Mis pasos eran lentos e inseguros, pero ella no parecía percatarse de ello. Seguimos caminando hasta que llegamos al edificio de paredes blancas. La furia que sentía se esfumó, sustituida por la invariable tristeza de no haber podido tocar la piedra
Entramos, los pasillos estaban desiertos. Mis pies sentían ahora el frío del piso.
Doblamos un par de recodos y ella se detuvo frente a una puerta gris y de metal.
-Tres días de reclusión… haber si así aprendes a no salirte por las noches
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